martes, 9 de diciembre de 2008

Sin futuro a la vista


Hubo un momento en el que Palencia era una provincia ilusionada. La Renault abrió una gran factoría de montaje y dio empleo a una multitud de trabajadores bien pagados. La minería del carbón estaba en plena ebullición y ocupaba a miles de norteños entre sus fauces. Varias azucareras molturaban la remolacha que se extendía gracias a los inicios del regadío moderno. Parte de su producto lo adquiría Fontaneda, todavía enseña palentina. La Calle Mayor se llenaba entonces de nuevos y luminosos comercios, situados en un centro histórico que por fin se comenzaba a rehabilitar con cierto criterio. Incluso se proyectaba en medio de unos terrenos pedregosos algo así como un Valle del Cerrato D'Or, donde habitarían unos 40.000 habitantes con todas las dotaciones imaginables. Culturalmente, no recuerdo mejor temporada. Estaban abiertas 22 salas de cine, los auditorios de las Cajas de Ahorro programaban eventos con asiduidad y el Teatro Principal, recién reinaugurado por nuestra homófoba reina, acogía siempre algún espectáculo nacional en gira.

Los análisis actuales apuntan a que es probable que Palencia no salga ya de esta depresión. La Fasa ha vuelto a conceder a la fábrica de Villamuriel la exclusiva mundial del nuevo Megane. Esto garantiza una fuerte inyección de empleo durante tres o cuatro años más. Después, no hay nada claro acerca de su continuidad. El resto del tejido industrial se ha ido desmantelando y la alternativa es colocarse en algún centro de atención la tercera edad. Tampoco hay casi gente joven, casi todos emigramos en busca de otras expectativas de vida. Por eso, cada vez hay menos cultura y las posibilidades de diversión y de ocio racanean


Quizá el mismo título de este post evidencia el carácter castellano. Sin futuro, como si nuestras desgracias ya estuvieran escritas. Siempre a la espera que desde fuera nos venga algo. Sin iniciativa propia.


viernes, 5 de diciembre de 2008

No sé si podré terminar


Desde la ventana de aquel autobús, probablemente fui consciente por primera vez de que algo no se desenvolvía con naturalidad en mi vida. Volvía ya a casa, después de una mañana en la Universidad, en Valladolid. Les vi cruzar la calle y no pude dejar de seguirle con la mirada. Me sentí extraño, aunque no supe precisar por qué.

Cuando apareció por la facultad varias semanas antes para buscar a su novia, me quedé sin capacidad de proseguir con la conversación hacia mis compañeras. Algo se revolvió dentro de mí, pero la burbuja de la que me rodeaba me impedía llegar a discernirlo. Ya está, decidí, esto me pasa porque quiero ser como él, así de guapo, con aire de chico listo, su estilo, su cuerpo... Para mí era lo fácil.

Desde entonces, me fui acercando más a su novia, que me parecía una tía de lo más agradable. Con el pretexto de contarle cosas de su próximo destino Erasmus, donde mi mejor amigo llevaba un año pataleando, pasamos algunos ratos juntos, sin llegar a ninguna relación cercana. Cuando él volvía a hacer presencia, siempre era motivo de trastorno para mí. Nunca llegué a hablar con él. Mi compañera finalmente se fue al extranjero y él lo pasó mal. Sin embargo, siguió saliendo, divirtiéndose, lo normal para un chico de 21 años. Una noche bebió más de la cuenta e hizo algo que en otras condiciones de mayor control no se le hubiera ocurrido: se enrolló con otra. Lo que sentía hacia su pareja era tan fuerte que no pudo soportar la idea de afrontar el contárselo. Antes de que ella regresara, se tiró por la ventana de su casa y se mató.

Hacer las cosas bien no es fácil. Tratar con las personas a las que quieres recome a veces el alma. Cometemos actos que nos complican más allá de lo esperado. No he encontrado aún el arte del término medio, ese equilibrio que ayuda a mantenerse estable dentro de esa emoción vital que tú tan bien conoces.

martes, 2 de diciembre de 2008

La de la esquina




Me gusta comprar los libros en la librería de la esquina. La selección de títulos que realiza me parece exquisita. Se trata de un local muy pequeño, pero con tres ambientes bien diferenciados, cada uno decorado con sencillez y buen gusto. La tienda suele estar muy concurrida de público no sólo del barrio, sino llegado de todos los puntos de Madrid. Con cierta contención, me importa poco lo que me cobren por las novelas, las obras divulgativas o los artículos de regalo que incluyen entre su oferta. Considero una garantía de acierto y un placer espiritual adquirir algo allí.

Hay una librería también muy tradicional en el centro, casi al lado de la Puerta del Sol. El núcleo de sus ventas lo constituyen los libros de texto. Las colas que se forman ante su entrada a mediados de Septiembre son ya imágenes clásicas en los telediarios que informan de la vuelta al cole. Los padres se dejan entonces un dineral en material escolar. La ley lo ampara, impidiendo la libre fijación del precio de los libros de texto.

Supongamos que el Parlamento promulga una normativa que liberaliza el mercado de los libros de texto. Ya imagino a los responsables de los hipermercados frotándose las manos. Rebajarían su precio incluso por debajo del coste, empleándolo como efecto gancho para atraer a más clientes. Sin embargo, el comercio de la Puerta del Sol no se lo podría permitir y, a no ser que se recicle, probablemente acabaría cerrando. Me podría beneficiar doblemente de este abandono. Por un lado, dejaría de subvencionar artificialmente sus ingresos, fomentando que sus empleados y su capital se inviertan en otras actividades más productivas. Por otro, al ahorrarme un porcentaje considerable en la adquisición de libros de texto, podría disponer de mayor renta para gastarme en la librería de la esquina. Porque allí voy a seguir acudiendo, aunque el libro que me vendan esté también en los escaparates de la FNAC.