miércoles, 21 de octubre de 2009

Desasosiego


Me cruzaba con él todas las mañanas, concretamente en el tramo de la Ronda de Atocha que discurre entre la calle Valencia y el museo Reina Sofía. Con el tiempo y ayudado por cierta obsesión, había aprendido a acomodar mi jornada laboral, en principio flexible, a una entrada fija. Así, siempre apresurado, salía todos los días a la misma hora de casa, en torno a las 07:45h de la mañana. A él lo encontraba, sin embargo, caminando tranquilo hacia la Glorieta de Embajadores. Fue lo primero que me llamó la atención: aquel insultante sosiego con el que se tomaba el despertar cercano.

Todo esto comenzó a principios de Septiembre, cuando la actividad masiva regresa a Madrid de manera compulsiva. Al cabo de casi una semana de encontrármelo a diario, ya tenía una idea bien perfilada del motivo de su reiterativa presencia. Se trataba, sin duda, de un recién diplomado en enfermería que acababa de llegar a la capital desde alguna provincia del sur. Compartía piso con otros inmigrantes en Leganés (quizá en Fuenlabrada) y se desplazaba todas las mañanas en Cercanías hasta la estación principal. Siempre cogía el mismo tren y después se dirigía hacia alguno de los centros asistenciales que las mutuas privadas tienen ubicados por el centro.

Mi imaginación no tenía límites, pues el recuerdo de su imagen ocupaba cualquier hueco que permitía mi ajetreo habitual. Procuraba arreglarme más e incluso vestía de nuevo traje y corbata. Todo con tal de que se fijara en mí. Me costó dos semanas. Durante la primera, sólo se le extraviaba una mirada despistada. Ya en la segunda, se manifestó con furtivismo. Después dejó de ocultar que cada día me observaba llegar desde lejos, e incluso me parecía apreciar un atisbo de sonrisa entre esos labios carnosos, sonrosados, que me traían loco.

Una mañana en la que se había ido la electricidad en casa y me costó más de lo habitual meterme en la ducha, salí especialmente acelerado a la calle. Me tropecé con él al doblar la esquina de La Casa Encendida. Por instinto, le pedí perdón. No te preocupes, me contestó mientras me rozaba el brazo, que aquel día llevaba descubierto dado que San Miguel se estaba manifestando en su plenitud. Lo hizo con una suavidad tal, que me estremecí. Su caricia, si es que lo fue, había constituido una de la situaciones más eróticas de mi vida.

Transcurrían los días y yo cada vez lo pasaba peor, de pura frustración. Le veía alejarse todos los días, desaparecía tras la Casa de Baños. A veces, él también se giraba, ocasionando alguna que otra incomodidad e incapacidad de reacción. Tenía que pasar algo ya. Y sucedió ayer. Ayer estaba predestinado a ser un día más, pero no dejé que así fuera. Ayer salí de casa abrochado hasta las cejas por el frío y por el viento, que habían transformado de repente a Madrid en una ciudad encantadora. Ayer le encontré a la altura de la vinoteca. Ayer nos seguimos con la mirada, nada nuevo. Ayer, cuando me rebasó, me di la vuelta para no perder su perfil, como ya tenía por costumbre. Ayer él también hizo lo propio, pero esta vez yo estaba dispuesto a que no quedara ahí.
Ordenados directamente desde mi estómago, que había dado vacaciones temporales al cerebro, mis pies reanudaron la marcha hacia él. Cada vez me aproximaba más despacio, pero decidido, porque se detuvo y adelantó con su pulcra sonrisa el recibimiento que tuve a continuación. Nos besamos con pasión, como faltándonos tiempo, queriendo descargar en esos escasos segundos toda la tensión que habíamos acumulado durante dos meses y medio de oscuridad sobrevenida. Nos apretamos todo lo fuerte que pudimos, pasándonos las manos por cada centímetro de piel que permitimos penetrar, hasta que, de pura excitación, nos quedamos sin respiración.

- Hola.
- Hola.
- Me llamo David.
- Ya lo sabía. Yo Manel.
- Nos vemos mañana.
- Claro.
- Adiós

Ayer me despedí de él. Junto a las ramas derramadas de un árbol que no había podido soportar la violencia de la noche, susurré un adiós. Empecé a temblar y no supe siquiera balbucear algo más convincente.
Ayer tuve varios sueños. Rotos los lazos que nos unen a los desconocidos, hoy he cambiado el trayecto hacia la parada del bus.

1 comentario:

Vulcano Lover dijo...

La vida es dar ese paso que nos une a los desconocidos.
Los desconocidos, mientras tanto, siguen dándonos la vida en esas mañanas de vértigo.