Con el metro abarrotado a la hora de salida en masa de la oficina, me tuve que apretar contra ti. Tú en el asiento del fondo. Yo apoyado en la puerta. Tanto me presionaba la cerilla de al lado, que acabé aplastado junto a tu brazo izquierdo. Pero ni te enteraste, pues ya estabas dando cabezadas. Tu día debió resultar muy duro. Las clases, supongo, combinadas con el último fracaso personal. Determinaste, inconsciente, que mi costado era el mejor reposo para tu cabeza. Por eso, te comencé a acariciar el pelo, con riesgo de deshacer sus improvisadas ondulaciones. Para terminar siempre en tus cejas, apenas seda en ciernes. La pareja de enfrente nos miraba con aire entre complacido y melancólico. Siete estaciones pasaron.
Entonces te despertaste. Al permitir fluir la mirada, tus ojos saltones se encontraron con mi rubor. Tus labios trataron de desprender un susurro que quedó atrapado entre sus carnes. Pero acerté a entender
Hola. Me llamo Miguel.
Eso dijiste. Tu nombre. Así fue cómo aprendí tu nombre. Me dijiste tu nombre y yo me quedé con él.
viernes, 28 de noviembre de 2008
En rosa
Etiquetas:
Sueños
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1 comentario:
Ay, nene, siempre con adolescentes... lo tuyo no tiene remedio :-p
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